martes, 26 de julio de 2011

Sin acomodos




Por Pedro Fernando Mercado Cepeda
La posición de la Iglesia sobre los debatidos temas del matrimonio y de la adopción homosexual ha querido ser la más respetuosa de la dignidad y de los auténticos derechos de todos los ciudadanos, sin discriminación alguna. No en vano, en múltiples oportunidades, los obispos colombianos han condenado todo eventual acto de maltrato social o de violencia contra las personas homosexuales y han reafirmado el pleno reconocimiento de su igual dignidad ante Dios y ante la ley.Añadir imagen


Sin embargo, en no pocas ocasiones, estas manifestaciones de sincera cercanía pastoral han sido amordazadas por el deseo de algunos de avivar sin razón el ardor de la polémica. La Iglesia no es enemiga de nadie: no estar de acuerdo con ciertas reivindicaciones jurídicas no significa querer excluir o discriminar a quienes las demandan. Como ellos mismos, en una sociedad multicultural y democrática como la nuestra, respetuosa de la libertad de opinión, la Iglesia y sus miembros tienen el derecho y el deber de proclamar sus valores como contribución al bien común.
Y es que la voz de la Católica, a la que recientemente se han unido más de 300 líderes religiosos y más de una docena de asociaciones civiles, no ha hecho más que reafirmar, con claridad y respeto, que no puede constituir un verdadero matrimonio o una verdadera familia el vínculo de dos hombres o dos mujeres y mucho menos se puede pretender atribuir a esa unión el derecho a adoptar menores de edad. ¿Dónde está el escándalo?


Con estas afirmaciones, la Iglesia no ha pretendido imponerse con la fuerza de sus 'mayorías'; ha querido simplemente participar en el debate público exponiendo sus razones. Razones que no han sido exclusivamente de orden religioso y moral: obispos y fieles han aportado enjundiosos contenidos jurídicos, éticos, psicológicos y sociales a la discusión.


A decir verdad, hoy son otros quienes de facto se imponen, utilizando la omnipotencia de sus políticas y fondos internacionales, amparándose en el apoyo de importantes conglomerados económicos y mediáticos, aprovechando al máximo la excesiva concentración de poder de ciertas instituciones y el disipado criterio ético de algunos pocos ciudadanos y partidos políticos. El resultado: un soterrado pero muy diligente proceso de reingeniería social tendiente a transformar, en profundidad, los valores ciudadanos, públicos y privados.


En esta nación nuestra, los valores éticos de la mayoría de los ciudadanos han sido progresivamente transmutados en los valores de una selecta minoría para la cual casi todo parece ser relativo, desde la vida humana hasta las matemáticas. Sumando, restando, multiplicando y dividiendo las cuentas me han parecido siempre sospechosas: 3 o 4 deciden por 45 millones. ¿Tendrá remedio este desbarajuste?


Prefiero dejar de lado, ante la inminencia de una decisión trascendental para el país, los guarismos y los silencios de la política para unirme a la voz de los obispos y de millones de compatriotas, reiterando que la naturaleza de la familia exige la complementaria correlación biológica y afectiva de un hombre y de una mujer. Me hago así portavoz, in extremis, no solo del Evangelio sino de la Constitución Nacional, que, en su espíritu como en su letra, proclama la familia, formada por varón y mujer, como núcleo fundamental de nuestra sociedad. Portavoz de la veinteañera Constitución, la misma que todos los colombianos, todos, estamos llamados a respetar, acatar e interpretar sin acomodos. Oremos por esta intención.
* Sacerdote de la Arquidiócesis de Barranquilla